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Isaias Vasquez's picture

Era el día de San Valentín del 2001. Tenía ocho años de edad cuando mis padres y yo cruzamos la frontera de EE.UU. provenientes de Zacatecas, México en busca de las mejores oportunidades que podía ofrecer el llamado “Sueño Americano”.

Durante varias generaciones, mi familia se ganó la vida a través de la agricultura; cultivábamos maíz, el maíz que nos daba tortillas frescas calientitas en las mañanas y maíz dulce en el verano. Pero, después de la aprobación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés) en 1994, cada año se hizo más difícil plantar, cosechar y vender nuestro maíz. Era más barato importar maíz cultivado en EE.UU. – haciendo imposible que mi familia y yo pudiéramos seguir viviendo en nuestra pequeña comunidad agrícola.

Actuando con amor, mis padres tomaron la decisión de venir a este país en busca de una vida mejor, ya que nuestra familia tenía sus raíces en Colorado debido al programa de braceros. Cuando emigramos a Colorado, no solo tuvimos que adaptarnos al idioma, también tuvimos que adaptarnos a los alimentos a los que teníamos acceso.

Pasé meses sin comer tortillas porque eran muy delgadas y porque los preservativos hacían que olieran a plástico. No era el mismo maíz al que estaba acostumbrada.

Recuerdo mi primer día de clases–cuando entré a la cafetería emocionada porque iba a recibir una comida gratis al día. Me adapté a la pizza, nuggets de pollo, papas fritas y a las bolsas de botanas y bebidas azucaradas que costaban solo unos cuantos centavos más.

Me alejé de la cultura de alimentos cultivados en casa y me sumergí en el mundo de las comidas procesadas y altas en grasas trans porque estaban en todas partes y eran económicas. A los ocho años de edad, sabía que los alimentos frescos eran mejores para mí, pero también sabía que mi familia de clase trabajadora, inmigrante y mal pagada no podía pagarlos. Los pasillos del supermercado en donde se encuentran los productos empacados y procesados son más baratos que los pasillos en donde se encuentran las hortalizas.

Todos estos factores hicieron que creciera con una salud comprometida durante mis años de adolescencia. A la crítica edad de 14 años, tenía sobrepeso, colesterol alto y un historial familiar de muertes debido a la diabetes.

Siempre supe que era indocumentada y deseaba que al graduarme de la Preparatoria pudiera ser legal o tener algún tipo de estatus. Sin embargo, eso no ocurrió.

Comencé a organizar a mi comunidad en materia de derechos de los estudiantes inmigrantes. Después de tres años organizando a la juventud inmigrante y luchar contra su deportación, se aprobó la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés), una protección de la deportación y permiso de trabajo temporal para los inmigrantes calificados.

Me di cuenta que nuestra lucha no termina con la legalización como comunidades de color, que incluso ahora que tenemos un estatus legal temporal, las comunidades de bajos recursos, migrantes y LGBTQ sufren debido a la falta de acceso a recursos de salud, desde una cobertura integral hasta la falta de acceso a alimentos frescos – incluso se construyen pozos de fractura hidráulica (“fracking”) en nuestras comunidades.

Como Pasante de la Colaboración Financiera para la Organización Juvenil y organizadora juvenil de Salud Justa de Padres y Jóvenes Unidos en Denver, Colorado, tengo la oportunidad de organizar a los jóvenes para que mejoren la salud de sus escuelas y comunidad regresando a nuestras raíces y descolonizando nuestras dietas. Ayudo a los jóvenes a comprender lo que es la acción colectiva y la necesidad de cambiar los sistemas, porque las decisiones personales por sí solas no pueden asegurar que las comunidades de color y las comunidades de bajos recursos cuenten con alimentos saludables a precios económicos o espacios comunitarios para su salud y bienestar. 


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